Hoy Soy Antoni Viñas


Mi historia no incluye niños ni penes. No habla de pederastia ni de abusos. Mi historia es la de un capellán que ha pasado casi toda su vida oficiando misa en la parroquia de la pequeña localidad gerundense de Sant Miquel de Fluvià.
Hace ya tres años que tendría que haber dejado mi oficio de cura. Tengo 78 años y una salud delicada. Sin embargo, al cumplir 75 años y solicitar al arzobispo mi renuncia por jubilación, éste me animó a seguir. "Ya sabes que no tenemos capellanes", zanjó con autoridad. Sus palabras cayeron como una losa sobre mi complicado estado de ánimo pero decidí hacer un esfuerzo y continuar mi labor evangelizadora.
Nadie se preocupó, sin embargo, de comprobar hasta qué punto un hombre de salud mental frágil puede mantenerse al frente de una parroquia. Poco a poco mi mundo se derrumbaba. Lloraba sin motivo aparente y cada pequeña acción se convertía en un suplicio. Descuidé mi higiene personal y en mis últimos sermones se me fue la pinza en más de una ocasión. Pero nadie movió ficha desde las altas instancias. "Necesitamos curas. Poco importa en qué estado." Esa era la consigna.
El domingo pasado, durante la misa de las fiestas patronales, y para asombro de los feligreses, escribí el último capítulo de mi historia como capellán, a través de la liturgia más inverosímil que uno pueda imaginar. Puse música de Beethoven, hablé con tristeza de la muerte de mis padres, mostré a los presentes una foto mía de la infancia y me desnudé de cintura para arriba, dejando ver un cuerpo decrépito.
Ahora sí parece que el arzobispo ha tomado nota de mi deterioro mental, de mi estado de tristeza, de mi soledad, de mi precariedad física. Y ha confirmado con cierta resignación que me jubilan.
¿Había que llegar a este punto? La falta de vocación religiosa está llevando a las autoridades eclesiásticas a una espiral sin retorno. A este paso se quedarán solos.

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