Hoy Soy Romell Broom
Hay que ser chapuceros. En el paraíso de las armas, en el Olimpo de los asesinatos, en la cuna de los pistoleros, media docena de matarifes profesionales, amparados por unas leyes que defienden la pena de muerte, no han sido capaces de acabar con mi vida. 18 pinchazos necesitaron estos profesionales de la muerte para tratar de aniquilarme. Más de dos horas tratando de encontrar una vena donde clavar la mortal aguja, como aquel alpinista que corona el pico del Everest y clava con ilusión la bandera de su país para dejar constancia de su proeza. Incluso, ante la dificultad para lograr su propósito, me animaron a que me relajara, haciéndome participe de esta "fiesta de la sinrazón". Sólo lograron que llorara desconsoladamente deseando que todo acabara lo antes posible.
Esa jeringuilla preparada para la ocasión con algo de barbitúricos de acción rápida en combinación con un producto químico paralizante es una triste metáfora de los contrastes vitales de un país como los Estados Unidos.
El 15 de septiembre tenía que haberme ido al otro barrio por obra y gracia de las leyes del Estado de Ohio. Pero aquí sigo, de momento, vivito y coleando, a la espera de que alguien reflexione con algo de cordura sobre los propios límites de algo tan absurdo como la pena de muerte.
Si me han de matar, digo yo, al menos que no me hagan sufrir. Porque si el temor a la muerte es algo comprensible, mucho más lo es el temor al sufrimiento. Y no existe ni un sólo país en el planeta, por muy retrógradas que sean sus normas, que dé cobertura legal el dolor como paso previo a la muerte. ¿Salvo los Estados Unidos de América? Insisto, hay que ser chapuceros.
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